domingo, 5 de septiembre de 2010

El viejo caserón



Había comenzado el relato de esta ficción literaria que me llevo entre manos unas cuantas veces. Intenté hincarle el diente en cada uno de los tres focos, o cráteres narrativos en que la estructuré, con el vigor y miedo naturales que se acometen este tipo de empresas, y no había manera. No me faltaba determinación ni ganas de escribir, podéis creerme; sin embargo cuando alcanzaba la decena de folios, quedaba paralizado como un velero en la alta mar encalmada: ni para adelante, ni para atrás con el subsiguiente cabreo. La mente dispersa perdía el hilo del discurso. Adiós a la determinación, al impulso; y hola al odioso abandono. Tras algún tiempo de rechazo instintivo a cualquier proximidad con el proyecto me sentía mal por mi incompetencia, por esa estúpida parálisis que me impedía situar a unos personajes perfilados y lineas argumentales, que ya tenía bien definidos, en un ambiente que me satisficiera a plenitud. No conseguía fijar en mi mente el ambiente dieciochesco que requiere el relato. Un día fui a una población cercana adonde vivo, para visitar este caserón del siglo XVII de las fotos, que alcanzó su máximo esplendor en el XVIII a raíz del éxito económico y político, cuya obscena intimidad es secular, de su muy alto y muy noble señor dueño aristócrata. Nada más franquear el umbral de la puerta principal, penetré en el ambiente que requería mi pobre historia, cayendo de golpe sobre mi atribulada y estupefacta mirada todo un ambiente familiar del Siglo de las Luces.
Espero pronto tener un buen número de folios en mi documento Word.

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