lunes, 26 de abril de 2010

Ciencia y crueldad


A lo largo del último año en el Reino Unido han surgido unas noticias que han conmocionado a cierta opinión pública interesada en el siglo XVIII, relacionadas con la paralización de una investigación por parte de las altas esferas, quedando inconclusas, archivadas, durmiendo el sueño de la eternidad entre los legajos de la policía sobre unos oscuros casos de asesinatos, realmente horrendos, crueles, espeluznantes, ocurridos entre 1774 y 1776 en Londres, cometidos sobre jóvenes mujeres desamparadas y solitarias, normalmente putas de la clase baja inglesa, e inmigrantes en la confusa urbe en que se estaba convirtiendo la ciudad durante ese siglo ilustrado debido a una situación de vigoroso crecimiento demográfico. En medio del caos urbano nadie iba a interesarse por una putilla más o menos. Dichas indagaciones llevadas a cabo por historiadores cualificados, personas de solvencia intelectual y moral dignas de todo crédito vinculadas a la universidad de Cambrigde, han relacionado estos crímenes con dos figuras ilustres del siglo XVIII inglés, dos eminentes padres de la Obstetricia y Ginecología modernas: el escocés William Hunter, médico personal de la Reina Charlotte, paridora de infantes para la camada de la realeza hannoveriana, dulce y amante esposa de su marido, el rey Jorge III, aquel de la película "La locura del rey Jorge"; y William Smallie, médico inglés de gran prestigio entre la alta aristocracia e investigador, parece ser que sin ningún escrúpulo por el respeto hacia la vida de sus semejantes. Dos vulgares asesinos en serie al estilo del carnicero de Milwaukee del siglo pasado. Los indicios que llevan hasta estos dos hombres de ciencia son fundados, basados en documentos que se complementan con sus andanzas durante el periodo en que se cometieron los crímenes infames. Estos doctores vivían obsesionados con su aportación al avance de la civilización y por su lugar en aquel orden social, por su brillo social. Obsesión que les permitió superar cualquier repugnancia, ante el indudable vértigo que pueda suponer el hecho de segar una vida joven en plena flor de la vida, y la vida que, a su vez, estaba gestando dentro de su vientre. Estos personajes personajes desalmados eran hombres de bien y de ciencia en la sociedad londinense de la época. Fríos asesinos que ordenaban la búsqueda de cadáveres de jóvenes embarazadas, los almacenaban y los diseccionaban; luego su colaborador y cómplice, el dibujante holandés Jan van Riemsdyck hacía los dibujos como el que veis más arriba. Necesitaban mujeres en avanzado estado de gestación, estableciendo a sus sicarios un baremo de precios por cadáver en relación con el mes en que se hallaban preñadas: nueve meses, muy buen precio; seis meses, más barato. Y los sirvientes de sus opulentas casas se afanaban en proporcionárselos, ansiosos por sacarse un dinerete extra, buscándolas en los abigarrados barrios de putas de la ciudad, en los que abundaban esas desamparadas criaturas, por cuyo paradero nadie iba a preguntar. Sabido es que el avance de la ciencia siempre se ha cimentados sobre cadáveres de personas indefensas de un sistema atroz, y que el ser humano nunca ha sentido en general demasiada compasión hacia sus semejantes. Y si la ha sentido, se ha especializado en disfrazarla. Pero uno se pregunta: ¿era realmente necesaria esa crueldad tan mezquina?. Una mente capaz de trabajar en avances extraordinarios para la Humanidad, ¿ cómo puede tener los bemoles a la vez de ordenar crímenes tan repulsivos?. ¿O actuaban al amparo de la Monarquía para que su factoría particular de bebés ampliara sus horizontes científicos en beneficio propio?. De sus estudios se ha derivado a fáciles partos para las mujeres de hoy en día, eso es obvio. ¿O puede ser que ellos mismo fuesen víctimas del despotismo real, tan imperante en la época?. Aunque también pudiese ocurrir que, además de su aportación al desarrollo de la ciencia, buscasen satisfacer una vanidad extravagante, el culto a un ego desmesurado, el aumento de su prestigio, de su poder, y de paso y a la postre, el ulterior enriquecimiento personal. Hoy, dos siglos y pico después, si las cosas sucedieron como se cree que sucedieron, uno no puede dejar de sentir una enorme desazón: la mezquina crueldad del ser humano sigue siendo capaz de mayor perversidad, con tal de satisfacer cualquier vanidoso ego estúpido. En el siglo XXI, en nombre de la ciencia o lo que sea, existe la esencia de la misma miserable crueldad: siguen muriendo seres humanos por decisión de otros seres humanos, con la misma facilidad de entonces.

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