Había comenzado el relato de esta ficción literaria que me llevo entre manos unas cuantas veces. Intenté hincarle el diente en cada uno de los tres focos, o cráteres narrativos en que la estructuré, con el vigor y miedo naturales que se acometen este tipo de empresas, y no había manera. No me faltaba determinación ni ganas de escribir, podéis creerme; sin embargo cuando alcanzaba la decena de folios, quedaba paralizado como un velero en la alta mar encalmada: ni para adelante, ni para atrás con el subsiguiente cabreo. La mente dispersa perdía el hilo del discurso. Adiós a la determinación, al impulso; y hola al odioso abandono. Tras algún tiempo de rechazo instintivo a cualquier proximidad con el proyecto me sentía mal por mi incompetencia, por esa estúpida parálisis que me impedía situar a unos personajes perfilados y lineas argumentales, que ya tenía bien definidos, en un ambiente que me satisficiera a plenitud. No conseguía fijar en mi mente el ambiente dieciochesco que requiere el relato. Un día fui a una población cercana adonde vivo, para visitar este caserón del siglo XVII de las fotos, que alcanzó su máximo esplendor en el XVIII a raíz del éxito económico y político, cuya obscena intimidad es secular, de su muy alto y muy noble señor dueño aristócrata. Nada más franquear el umbral de la puerta principal, penetré en el ambiente que requería mi pobre historia, cayendo de golpe sobre mi atribulada y estupefacta mirada todo un ambiente familiar del Siglo de las Luces.
Espero pronto tener un buen número de folios en mi documento Word.
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